La observo en el estrado cómodamente sentado entre el público en la sala de vistas. A mi lado un pasante tomando notas en su cuaderno, van al menos cinco páginas. Ella lleva días sin dormir bien, no lo hablamos, pero sé que está preocupada por lo que me dijo el médico. Yo no, sé aceptar el paso de los años.
El letrado contrario termina su interrogatorio. Contundente, con esa fuerza propia de la juventud. Es bueno, Ella también se da cuenta y se envara en el asiento, adoptando una actitud desafiante. Llega el momento de las conclusiones finales y, posiblemente por primera vez, tiene miedo. Sólo yo sé leer en sus ojos. Me viene a la memoria aquella estudiante ambiciosa que conocí hace cuarenta años. Tan guapa. Tan segura de sí misma.
Carraspea. Se aclara la voz. Mantiene en todo momento la postura erguida a pesar de la artrosis incipiente y lanza su discurso con voz pausada. Como siempre, brillante. Perfecto.
Hace una panorámica de la sala entre murmullos de admiración y me mira triunfante, enarcando las cejas en ese gesto suyo tan elocuente. Sonrío al saber que ahora estará pensando: «Aún no ha nacido nadie que me eclipse».