Mi hermano Gonzalo duerme en una silla idéntica a la mía. De copiloto el gastado maletín de mamá y su arrugada toga, ha salido tan tarde de trabajar que ni siquiera ha pasado por casa. Es abogada, de lo más aburrido, dice que defiende los derechos de la gente y eso es muy importante pero seguro que no como el padre de Rafa, que es policía y estuvo el martes en el cole. Espero que ella no vaya. No sé qué podría contarnos.
Ha venido con nosotros a la feria como prometió. Siempre cumple sus promesas. Dejamos atrás el recinto ferial, que ya solo es un extenso prado de luces, cuando un aullido lastimero se cuela por las ventanillas. Mamá chasquea la lengua disgustada, pero para en el arcén. Lo vemos: una pequeña bola de pelo sucio atado a la alambrada, tiritando a la intemperie. Quizás vacila, aunque no lo parece: en un segundo lo ha envuelto en su toga y lo lleva hacia el coche, donde lo deposita con cuidado en el asiento, relegando su maletín al olvido.
Gonzalo alarga la mano con una sonrisa radiante pero mamá lo ataja: «Primero al veterinario». Se gira hacia mí: «Se va a poner bien, te lo prometo».
El perro respira trabajosamente pero ella nos monta en el coche decidida a darle derecho a vivir. Y siempre cumple sus promesas. Mientras pienso nombres de perros decido que sí me gustaría que fuera al cole. Con mis ahorros le compraré otra toga.