Después de estar treinta y siete días ingresado en el hospital hoy he vuelto a casa. Esperaba meter la llave en la cerradura y que estuvieras dentro, esperándome. Pero no, no estás.
Un vecino me ha hecho la compra para que no tuviera que preocuparme a mi vuelta, así que la llevo a la cocina. En la encimera, reparo en una botella de vino que quedó intacta antes de mi marcha. La abro y me dirijo al salón, tambaleante. El aire que se respira es opresivo, ¿serán mis pulmones que aún no se han recuperado del todo? A pesar de mis ochenta años los médicos dicen que no me han quedado secuelas. No sé, parece que esto me nace más abajo, en la boca del estómago.
Dicen que nada mejor que saborear una copa de vino en soledad. Qué gran mentira. Y, sin embargo, me acomodo en el sillón frente a la ventana y me sirvo una, obligándome a brindar por la vida. He sobrevivido. Brindo solo, porque tú, no estás. Siento tanto haberte dejado… Sabía que no soportarías estar en casa, sin mí. Lo supe desde que me llevaron en la ambulancia. Sabía que, de una forma u otra, te irías.
La ventana me ofrece un barrio renovado y, para qué negarlo, también bastante prometedor. Fuera hace una temperatura agradable y el agua fluye en la fuente de la plaza. Hacía años que eso no pasaba. La gente pasea por las calles con las sonrisas encerradas tras las mascarillas pero excitados al poder reunirse con los suyos de nuevo. Abrazos presos en guantes de látex y nerviosismo ante la perspectiva de un simple roce de codos.
Veo alzarse los edificios en el horizonte, desprovistos de cualquier boina tóxica. Llevo viviendo aquí más de cincuenta años y no recuerdo cuál fue la última vez que los vi con tanta nitidez. Sí, esta tierra sigue siendo hermosa. Parece que lo es aún más que antes. Pero tú, ya no estás aquí para verlo.
Dos niños juegan en la calle. Están con su padre, que sostiene en brazos a un tercero, más pequeño, y permanece atento a todo por si algo les ocurre a los demás. Recuerdo a esos niños, tú siempre querías pararte a saludarles cuando nos los cruzábamos en nuestros paseos. Ay, nuestros paseos… No te imaginas cuánto los voy a echar de menos, igual que acariciarte cuando nos sentábamos juntos en este sillón después de cenar. Aún no me hago a la idea.
Escucho el eco lejano de unos ladridos y pienso, por un instante, que estás aquí conmigo, que no te has ido. Pero no, no eres tú. La copa, ya vacía, cae al suelo haciéndose añicos.
Hasta siempre, mi fiel compañero.