- Deme un billete, por favor.
- ¿Adónde?
- No sé… para el próximo tren estará bien.
- De acuerdo. ¿Ida y vuelta?
- No. Solo ida.
Billete en mano, me siento en el ajado banco de madera de la vieja estación, como cada tarde. Desde hace tiempo disfruto viendo los trenes pasar. De tanto contemplar extasiado el trasiego de pasajeros ahora puedo aseguraros que soy todo un experto: observo sus rostros, analizo cada uno de sus gestos y estoy atento al tono de sus voces. De esta forma, os digo que aquel chico de la mochila de cuero vuelve a casa a pasar el verano, después de estudiar el año entero en la capital. Su andar seguro pero desenfadado denota que es un universitario. La señora del moño blanco y gafas minúsculas que resbalan sin cesar por el puente de la nariz es una abuela, que anda esperando ansiosa la llegada de sus nietos. Aquí reconozco no tener mucho mérito: los abultados paquetes de regalos que porta en ambas manos, algo temblorosas, no dejan lugar a dudas.
El tren hace su entrada en la estación. Despacio. Sibilante. Como siempre. He dejado pasar docenas de trenes a lo largo de toda mi vida, así que ya es hora de que me monte en uno, a ver qué se siente. Acaricio lentamente el billete entre mis manos y sé que es la hora. Entro en el vagón. Los pasajeros están agazapados en su asiento, otros absortos en la contemplación del paisaje que les devuelve la ventana. Aquél enfrascado en su lectura, ese otro durmiendo plácidamente. Esbozo una sonrisa e intuyo que es la primera de muchas. Viajes. Sueños. Allá voy.