Tengo un trabajo muy complicado, consiste en poner a cada uno en su lugar. Y no solo eso sino que, mientras llegan a él, debo acompañarles durante todo el trayecto. Quizás por eso me gusta tanto viajar en metro, es el medio en el que puedo ser más polifacético. Pasar de puntillas al lado de aquellos que optan por dormir, volar en un cruce de miradas entre dos personas que coinciden por vez primera, relajarme un rato con aquellos que viven estresados y, al instante siguiente, correr de nuevo con los que acaban de descubrir que se ha parado su reloj.
La parte que más me gusta de todo es cuando me encuentro con gente que me subestima y me mira diciendo: «Quiero, puedo, y lo voy a conseguir», los que gustan de saborear un buen «Escucho para aprender», los que son capaces de digerir los «No lo sé todo» y quienes acostumbran a dar apretones de manos en señal de «Gracias». Lo peor que llevo son los niños. Me adoran. Y, lo que es peor, me tienen sobrevalorado. Piensan que soy infinito, omnipotente. Y en cierto modo así es. Pero, más pronto que tarde, terminan creciendo y pierden toda la magia. Me da tanta pena no poder alargar mi estancia con ellos… no poderles esperar.
Algunos piensan que no soy más que un juez (es cierto que a veces me veo obligado a dictar sentencia), otros me ven como un sabio, por eso de tener que dar a cada uno el sitio que merece. Pues bien, lo cierto es que yo solo tengo un nombre: TIEMPO.
Microrrelato publicado en SignoEditores en noviembre de 2018.