Ella es consciente de cómo él la mira con sus hermosos ojos almendrados, los mismos que ella suele acariciar suavemente con la yema de los dedos. Aprovecha para ajustarle amorosamente las gafas, que resbalan sin remedio una y otra vez por su nariz chata. Chata y perfecta. Él se crece cuando ella le da un apretón en el hombro que lo dice todo: “Tú quieres, tú puedes. Hazlo. Pídete más a ti mismo. Siempre.” Las gafas resbalan de nuevo por la nariz.

Se buscan. Se encuentran. Se despiden con un beso en los labios. Suave. Apenas un roce.

Él se da la vuelta y se marcha. El pecho henchido. La cabeza bien alta. Risueño. Feliz. Con un cromosoma de más.

Ella agarra el bastón con más fuerza si cabe. Abre los ojos en un acto reflejo. Todo negro. Como siempre. Vuelve a cerrarlos. Su sonrisa se vuelve más ancha. Hace tiempo que esa negrura no es sinónimo de oscuridad o vacío, sino todo lo contrario. Ella se siente llena de amor.