A mis seis años mi mayor preocupación era decidir si tocaba jugar a polis o a piratas. No había reparado apenas en Sofía, una más del grupo, hasta el día que batallando a bordo de “El Fantasía” Darío me arrinconó al filo del tablón, amenazando con tirarme a aquel mar de temidos cocodrilos.
– “No te atrevas a tocarlo, “piratucho”, o te las verás conmigo”.- le gritó Sofía, blandiendo enérgica su espada.
Eso bastó para iniciar la disputa: “Una niña no puede ser parte de la tripulación”, se quejaba él; “¿Eso por qué? ¿Solo puedo ser princesa?” Reivindicaba ella, dispuesta a no ceder.
Yo contemplaba la escena aún al filo del tablón. Sin inmutarme. Aquella fue la primera vez que me fijé en Sofía de verdad. Y pensé que no había nada en el mundo más fascinante.
– ¡Jesús, Sofía! A vuestras filas por favor.- irrumpió potente la voz de la Seño Cristina, arrastrando con sus palabras adultas todo el fragor de la batalla. Toda la emoción. Toda la magia.
Nos separamos de forma brusca, encaminándonos a nuestro sitio sin mirarnos siquiera. Mañana la imaginación conseguiría que nuestros barcos navegaran de nuevo en ese mar azul atestado de tiburones. Recuperaríamos banderas, calaveras, patas de palo. Sofía blandiría de nuevo su espada. El tiempo haría de las suyas y la imaginación de hoy pasaría el testigo al primer amor del mañana: el que sabe a chicle de fresa y acelera, sin remedio, el latido de tu corazón. Así es. Pasarán cosas.