Siempre me he sentido un incomprendido. Pertenezco a una gran familia de artistas, soñadores, bohemios, transgresores y apolíticos a más no poder. Y yo… yo decidí ser abogado.
A mi madre, actriz retirada, le pedí, en una de sus tardes ociosas, que ensayara conmigo un interrogatorio fundamental para mi primer juicio. Batió palmas, dio saltos de alegría. Sabía que ella se prestaría al juego. Como siempre, iba a ponérmelo fácil.
- Tengo coartada para la noche del crimen.- dice muy afectada mientras se enjuga una lágrima. Aún no me ha dejado preguntarle nada.
Con mi padre, productor de obras teatrales, también fue bastante fácil. Solo necesité pronunciar “beneficios fiscales” y “subvenciones” para metérmelo en el bolsillo.
A mi hermana, presidenta de una asociación de jóvenes diseñadoras, le dejé que experimentara con mi toga. Vale, quizás la ha entallado demasiado. No importa, su efusivo abrazo no deja lugar a dudas. Una menos.
La más dura de pelar ha sido mi abuela. Nunca hubiera deseado para su nieto (ni para su peor enemigo) una profesión tan (cito textualmente) “poco creativa, aburrida y tradicional».
Aquel día en que, a pesar de días enteros de ensayos con mi madre e interminables noches sin dormir preparándome el guion del juicio, la inexperiencia y el pánico escénico hicieron que tuviera mi primer fracaso profesional, mi abuela pensó que después de todo mi profesión sí era digna de la familia. Con una sonrisa complaciente me aseguró: “No te preocupes hijo, “The show must go on”.
Relato participante en Sweek: #MicroJUEGO.