Sigue parado de pie ante el borde de la piscina, contemplando las aguas oscuras a la luz tenue de las velas. El ambiente es acogedor, casi maternal. Debe obligarse a disfrutar de él. Del silencio.
Siempre pensó que la empatía era una habilidad muy valiosa para el ejercicio de su profesión. Aprendió a saber escuchar, a saber persuadir y así fueron muchas sus victorias en los litigios. No supo cuándo pasó de empatizar a somatizar emociones. Hizo suyos los problemas de sus clientes y acabó en la cama de un hospital, con un infarto a sus espaldas y pocas ganas de seguir.
Y aquí está ahora, haciendo uso del bono de spa que le regalaron los pocos amigos que aún le quedan. Se sumerge en el agua sintiendo fijos en él los ojos oscuros de la chica de enfrente. Puede sentir como a ella se le acelera el ritmo cardíaco e incluso le contagia el repentino rubor en sus mejillas. Le devuelve una sonrisa solícita antes de que ella le enseñe sus dientes perfectos. Así sí. Bendita empatía.