#UnMarDeHistorias
Las olas son altas, pero la débil luz de la luna ilumina una playa que ya se ve desde su posición. Ha perdido la noción del tiempo, aunque es consciente que llevan varios días a la deriva; No sabe de dónde las saca, pero aún conserva fuerzas para seguir agarrada a la barcaza, que poco más iba a aguantar en el estado en el que está, desinflada, rota en varias de sus partes y semi -hundida. Oye el sonido característico de un helicóptero sobrevolándoles y reprime el impulso de aflojar la mano que la mantiene unida a la barcaza.
Salvamento Marítimo los lleva ahora hasta el puerto; muchos de sus compañeros, entre ellos, uno de sus hermanos, son trasladados al hospital por presentar quemaduras y síntomas de hipotermia. Otros muchos compañeros se han perdido en el mar, y tarde o temprano quedarán varados para siempre en la misma playa que ahora pisan sus pies. Fueron cincuenta los que subieron a aquella barca, mientras que un rápido vistazo le confirma que sólo quedan trece.
Una vez es atendida por los voluntarios de Cruz Roja, ve como un joven enchaquetado se aproxima hacia ella con pasos vacilantes y una carpeta de piel debajo del brazo. Presume que se trata de un abogado, aunque se le antoja demasiado joven. Le dirige una mirada de ojos asustados y le sorprende encontrarse con otra cuyos ojos le parecen sonreír. No recuerda que nadie le haya mirado nunca antes de esa forma.
El joven le pregunta: “¿Entiendes mi idioma? ¿De dónde eres? ¿Where are you from?”
Y, a pesar de comprender a la perfección sus palabras, sólo se le ocurre mirar hacia el mar. Ese mar que ha conseguido limpiar todo rastro de su vida anterior. No existe nada para ella antes de montarse en esa barca. Nada. Y desde luego ningún país al que volver.
Durante un par de segundos mira fijamente el formulario en blanco mientras que el joven abogado respeta pacientemente su silencio. Una mano temblorosa toma la de él, que descansa sobre los papeles con el bolígrafo entrelazado en sus dedos. En su interior, ella se deleita unos instantes con el roce de esa mano blanca y suave, en contraste con la suya, oscura y con la piel descamada por el sol y el salitre. Él queda sobrecogido por su gesto, pero sólo por un segundo. Pasa su otra mano por la mejilla de ella, aún húmeda de lágrimas de sal. Se va acercando hasta que sus caras quedan a pocos centímetros la una de la otra, y él le susurra, de nuevo de forma perfectamente comprensible para ella:”Bienvenida”.